Toca hoy, a propósito del inaceptable proyecto de Ley de Justicia gratuita en trámite, que heredamos del inefable Gallardón, abordar la problemática de la defensa de Oficio, pues el proyecto deja fuera de cobertura económica a muchos ciudadanos ante situaciones de atención urgente y de defensa obligatoria, abandonando a su suerte, además, a los abogados designados de oficio, a los que se condena a trabajar sin compensación, indemnización o remuneración alguna por su trabajo.
Me refiero a la problemática que se suscita en la práctica diaria de nuestra profesión, donde la realidad es muy rica y variada: imputados o acusados que se encuentran en paradero desconocido, son asistidos por un abogado de guardia y luego ni solicitan la justicia gratuita o no atienden el requerimiento que se les hace para aportar documentación, denegándoseles el derecho; personas jurídicas llamadas a juicio como responsables civiles subsidiarios, que al no designar abogado, el juez, para evitar su indefensión, requiera al Colegio de Abogados para que este le designe uno de oficio; imputado o acusado que no designa abogado y el Juzgado, por ser preceptiva la defensa por abogado, requiere al Colegio para que le designen uno de oficio para su defensa; abogado designado de oficio tras haber renunciado el primero que fue designado por denegación de la justicia gratuita.
En todos estos casos, muy numerosos y habituales, el abogado designado de oficio tiene la irrenunciable obligación de asumir la defensa, y hacerlo, además, sabiendo de antemano que no va a cobrar nada por su trabajo, que incluso va a tener que afrontar gastos necesarios para desarrollar su trabajo (fotocopiar la causa o el procedimiento, desplazamientos, etc.).
Claro, claro, ya sabemos que el artículo 24 de nuestra Constitución establece claramente que «todos tienen derecho a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.«Por eso la abogacía siempre ha reclamado que en esas situaciones sea la Administración la que pague al abogado de oficio, porque su intervención no solo es un derecho fundamental de la persona, sino que además obedece a un imperativo legal. Añádase a ello que en nuestro sistema no está contemplada la autodefensa.
Pues bien, la Administración, que al principio comprendía estas situaciones, pagaba como a cualquier otro abogado de oficio que interviniese con justicia gratuita reconocida a su cliente, asumiendo el coste de un derecho fundamental y de la una obligación legal. Pero es que ya llevamos tiempo soportando los abogados en nuestras carnes y economías personales y familiares, la carga de tener que trabajar sin cobrar porque la Administración no quiere afrontar ese gasto. Pero lo peor es que se desentiende del asunto, nos remite a la reclamación al «cliente», aunque sepa que es insolvente de antemano, o que no se sabe su paradero. Vamos, un despropósito. Cuando lo fácil y lo procedente, en derecho y en el más puro sentido común, es pagar al abogado y luego, con sus enormes privilegios y capacidad burocrática, reclamar ella al «cliente» beneficiario del servicio público prestado. Porque ¿acaso alguien duda que estemos ante un servicio público?
O eso, o que la asistencia en esos casos la preste un Abogado del Estado, o de la Comunidad Autónoma, o del Ayuntamiento, o la Diputación. Lo demás es pura hipocresía, demagogia.
Repasando el otro día con mi hija de diez años su tema Sociales, recordaba aquello de que España es un Estado democrático y social, porque los ciudadanos eligen a sus gobiernos (estatal, autonómico y social), y estos están obligados a proporcionar a sus ciudadanos las condiciones necesarias para obtener la libertad, la igualdad y la justicia. No parece poca cosa, ¿verdad?.
Gracias a todos los abogados de Oficio que han luchado por la defensa de los derechos de los ciudadanos, existe el sistema de Justicia Gratuita actual. Por ello nos oponemos al proyecto de Ley que tramita el grupo del Gobierno. Pese a la permanente amenaza de privatizar el servicio público -no tienen valor-, los abogados de Oficio seguimos siendo rentables para el poder público: prestamos un servicio de calidad a un precio irrisorio y, desde luego, muy por debajo de su coste real, con tiempos de respuesta realmente insuperables, de guardia las 24 horas del día los 365 días del año, sin cobrar nada por estar permanentemente localizados y a disposición policial y judicial, realizando gastos que nunca recuperaremos, desplazamientos a nuestra costa, cerrando nuestro despacho el tiempo que haga falta para atender ese servicio, etc. Este es el abogado de oficio, al que pretenden castigar en casos como los que hemos dejado apuntados, sin cobrar y obligándole a trabajar. Simplemente, atenta contra la dignidad de cualquier persona obligarle a trabajar sin obtener una remuneración justa a cambio.
¿Quién defiende entonces al abogado? Indefensión se llama eso, injusticia social. Y eso que ya pagan el funcionamiento de la justicia los ciudadanos con sus impuestos, los abogados también, y con las tasas judiciales, esas que que todavía no se han dedicado a financiar la justicia gratuita que dice la Ley que era su finalidad.
No podemos tolerar este atropello. ¿Pero qué vamos a esperar de una clase política que no invierte en investigación, que no se pone de acuerdo en las normas más elementales para alcanzar un sistema estable educativo, que no invierte en las personas, que solo se preocupa de prorrogarse cada cuatro años?.
Este mes de enero, el día 7, celebramos la festividad de nuestro patrono, San Raimundo de Peñafort. Que interceda por nosotros y despeje la mente de los legisladores, porque por la línea que van las cosas, estamos aviados. ¿Por qué no trabajan ellos gratis y poniendo dinero de su bolsillo?
A todo esto, somos ejemplo de infinitas actuaciones profesionales pro bono, gratis et amore. Pero no se confundan, son voluntarias, no impuestas, y nosotros bien sabemos cuándo es de justicia realizarlas. Lo que no cabe es imponerlas por sistema. No estamos hablando de caridad, sino de justicia, de proporcionar un derecho fundamental al que se ve sometido a un proceso que monopoliza el Estado. Porque el beneficiario del servicio que presta el abogado de oficio, es el propio sistema, el Estado democrático y social de Derecho (art. 1 de la Constitución).
Solo pedimos dignidad, y que a quien resulta más fácil cobrar al beneficiario directo del servicio, le reclame su importe por los medios privilegiados que tiene a su alcance.